El albor de la mañana había iluminado el caminar dubitativo de los peregrinos. Sus corazones seguían desconsolados y abrumados por lo que había sucedido. Toda la fe, puesta en las obras y palabras de Jesús, se había opacado al verlo crucificado. A pesar de todo, les daba vuelta el testimonio de las mujeres y el sepulcro vacío… sobretodo, les cuestionaba el imaginarlo vivo.
¡Nada parecía tener sentido!, decían entre ellos. Ni siquiera les incomodó que se les acercara otro peregrino y se sumara a la conversación que se había tornado confusa y desoladora. Sin embargo, la presencia de esta persona les cautivaba, cada frase suya era un rayo de luz al entendimiento. Lo miraban atentamente a sus ojos que transmitían una paz confortante; pero seguían sin reconocerlo.
El ocaso los detuvo, para descansar. No dudaron ni un segundo en invitar al peregrino para que se quedara con ellos. Aunque la identidad de este hombre era inquietante porque les hacía arder el interior. Fue estando a la mesa y viéndolo tomar el pan y pronunciar la bendición que sus ojos se abrieron… ¡Era Él!, resonaba con fuerza en cada uno. La forma de partir el pan y el gesto de darlo terminó de revelar quién era al que tenían enfrente. El silencio que se había creado por la contemplación de la escena acabó con una frase unísona: ¡Está vivo, Jesús ha resucitado!
Habían sido pocos segundos, pero el instante frente al resucitado les había transformado el pesimismo de sus corazones en alegría. La belleza de ese momento desterró toda desilusión, llenando el lugar de esperanza. El momento, marcado por la intimidad y realismo ante su Señor, grabó en cada uno de sus corazones la certeza de sentirse escuchados, acompañados y consolados por Dios.
¡Todo tenía sentido!, sus corazones habían sido alimentados todo el camino por medio de la Palabra de Jesús y las explicaciones de las Sagradas Escrituras, consagrando todo esto con el último gesto de partir y repartirse. El encuentro más humano les había revelado el encuentro más divino, la Gloria del Resucitado. Se volvieron a ver, y en sus rostros se reflejaba el mismo sentir. No solo era cuestión de entender sino de también de gustar y sentir.
Mapi Cerdeña
Gerardo Aguilar, SJ
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