Los mismos discípulos que habían visto y creído cuando encontraron el sepulcro vacío, ahora se habían encerrado por no entender la plenitud de la resurreción. Una puerta contenía la desesperanza y el miedo de esos corazones; sin embago, esos sentimientos fueron desalbergados cuando Jesús se colocó al centro de ellos. Su presencia les devolvió la paz, su costado les desterró lo miedos y sus manos les dibujó nuevamente la esperanza y el amor.
La paz del resucitado no solo les devolvió el sentido y la alegría, sino que también los impulsó a una nueva misión. El soplo, que Jesús infundió sobre ellos, les devolvió la fuerza para dar testimonio del amor. La puerta, que había contenido el miedo, se abrió por la fuerza vivificante del Espíritu Santo; el sendero de la soledad y del encierro llegó a su fin.
El envío de Jesús los llevó a salir de esas cuatro paredes para dar testimonio del amor y el Espíritu Santo que recibieron los llenó de dones, haciéndolos plenamente humanos. No solo se abrió la puerta de la casa, sino también la puerta de los corazones de cada discípulo, para salir de sí y tocar las puerta de otros. El soplo del Espíritu no fue solo para ellos, sino para compartirse con todos; un soplo amor que abre a la vida y a la plenitud.
El lenguaje del Espíritu, el lenguaje de Dios, que los discípulos recibieron borró el lenguaje de la soberbia y la incomprensión, para dar espacio al lenguaje del amor, y de la comprensión de la resurrección y sus efectos. El viento fuerte no rompió las puertas, las abrió con la llave del amor, para dar un aire fresco a toda la humanidad.
El soplo del Espíritu Santo, que devuelve la esperanza, es la llave que está dentro de cada uno de nosotros en forma de amor. Por eso, cada Pentecostés es un recuerdo que en nosotros habita el Espíritu Santo, dispuesto a seguir abriendo las puertas de nuestros corazones, para mover a otros a amar, al modo de Jesús.
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