Nos
hemos acostumbrado a escuchar discursos que se los lleva el viento. Vivimos en
una era en que hemos minusvalorado la palabra,
en donde lo único que cuenta es el incesante actuar sin entender el por qué de
lo que hacemos.
Para
los antiguos filósofos era todo lo contrario. Si algo tenía poder y permanencia
era la palabra, a la cual llamaban logos;
era la difusora del sentido del ser de todas las cosas, ellos buscaron
incesantemente vincular el discurso
filosófico con el modo de vida.
Lo
que me propongo en esta ocasión es reflexionar en la necesidad de que el hombre
enlace su modo de vivir con su discurso filosófico para encontrar sentido
a su existencia y gozo pleno en su vida.
Nuestra
existencia pasa desapercibida cuando obviamos una condición indispensable, la
toma de conciencia de sí (Cf. Hadot, 2000: 217). Einstein nos propone un
ejemplo (2007) que ilustra muy bien este tema: “Si una persona se siente feliz desfilando
al compás de una marcha, la desprecio. Tiene cerebro, por error. Le hubiese
bastado con tener médula” (p. 16). Esta visión alecciona, explícitamente, la
necesidad de encarnar pensamientos y operatividad. Esto conlleva que nuestras actitudes, emociones y conductas deben
ser la consecuencia de la interpretación clara de la realidad. Es por eso que,
tomar conciencia de sí implica descubrirse cada instante. Seguir inconscientes
de sí, es vivir como máquinas.
Tanta
teoría y tan poca práctica. Debemos enfatizar nuestras energías para poder
vivir nuestra verdad. Ortega y Gasset (1971) dice que “[e]l hombre se ignora a
sí mismo” (p. 174). Es verdad, hemos perdido la coherencia interna y la madurez
ante la realidad. Hemos dejado de propiciar el encuentro con nosotros mismos,
con nuestras cuestiones más profundas. Por ello, es nuestra obligación encontrar
ese espacio interno y cuestionarnos. Aunque, colocarnos frente a nosotros
mismos e intentar transparentarnos es una de las actividades más difíciles de
lograr, pero, una vez que se ha realizado, se desencadena un proceso de
desalienación, una desconexión al subsidio autosuficiente e individualista que
el mundo nos ha propiciado.
El
hombre que logre tener conciencia de lo que está haciendo, en ese preciso
instante, vislumbrará en el acto de pensar, en qué lugar quedará situado lo que
diga y haga (Cf. Nicol, 1972: 169). Pensar es existir, cuando me doy cuenta de esa
existencia, en otras palabras, pensar es un activo ser (Cf. Ortega y Gasset, 1971: 168). Todo esto implica que estoy
en un constante hacerme a mí mismo,
vinculando mi actuar, modo de vida,
con aquello que fundamente mis actos: el discurso
filosófico.
Es
necesario señalar que toma toda una vida de práctica controla lo que hacemos y
lo que decimos, a ese proceso le llaman los filósofos antiguos askesis, educarnos en el dominio de sí a
través de ejercicios (Cf. Hadot, 2000: 208). Para no bloquear todo nuestro
potencial debemos de adentrarnos en el camino de la interiorización, situarnos
en cada momento, asimilar lo que vamos viviendo, pues es la apreciación que
damos a lo que hacemos la que nos permite reflexionar críticamente. Todo
comienza cuando empezamos a elaborarnos buenas preguntas, no es necesario que
alguien nos explique las cosas; ser autodidacta de nuestra vida es saber hacer
el bien en el momento y lugar preciso. Hay mucho que saber antes de entender.
Cuando
el hombre logre por fin aprehender ese vínculo
entre el modo de vida y el discurso filosófico, la palabra con su modo de ser, ya no actuará como autómata, sino que se meterá y
volverá en sí, despertando de la inconciencia para llegar a ser libre e
independiente, con un dominio de sí mismo.
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